Madrid, tan mío que no lo quiero
Tú ciudad debe también tener algo de especial, me decía una y otra vez mientras volvía a casa en el autobús nocturno. Esas cosas que ves en las ciudades ajenas también deben estar escondidas en algún lado de ésta. Será que están, pero de tanto verlas ya ni las veo; como la vista de aquel jugador de rugby que se estrelló en los Andes y, de tanto ver, se quedó ciego temporalmente.
Me ha pasado en Barcelona, en Valencia, en París, en Berlín, y en otras ciudades a las que he ido: les encuentro magia con tanta facilidad que sería capaz de escribir posts sin parar mientras ando por ahí. En cambio aquí en Madrid me cuesta, y esa cosa inexplicable de la que hablo no la encuentro en la ciudad sino en las personas, en los lugares efímeros que crean estas. Pero ¿qué hay de las nubes sobre los tejados, de las farolas sobre las aceras? ¿Será que la sensación de sentirme extraño me agrada e influye como si fuera un filtro en la forma de verlo todo?
¿Solución? Conseguir no ver a Madrid como mía, llegar a ver este conjunto de piedras curiosamente dispuestas como algo ajeno y tener la sensación de la que hablé hace dos posts: sentir cómo algo se va convirtiendo en algo tuyo desde lo ajeno, desde el desconocimiento. Quiero sentirme de aquí, pero después de haberme sentido extraño… Si sólo pasara con las ciudades muchos problemas serían de fácil solución, y un tiempo de oxigenación nunca viene mal; luego podré decir aquello de “estábamos tomándonos un descanso”.