Carta devuelta, destinatario ilocalizable (iv)
¿Crees que es culpa de las ventanas de esta gran ciudad el que no seas capaz de respirar el aire que hay en la calle? Mea culpa, será que en sueños cierro tu boca con la mía y no para hacerte callar sino para que me cuentes esas cosas que, de tan ínfimas, crean un mundo. El mundo que tienes dentro. Maldita ley de extranjería que rebana sueños a golpe de despertador.
Y es que quiero oir cómo pronuncias el silencio con tus labios, cómo poco a poco vas haciéndome un tour por tu vida. Desde la barrera no se llegan a apreciar las lágrimas que te producen las ostias que te da la vida. A veces me siento mal por no conocerte.
No hay duda, me consume la locura. Antes en sueños y ahora de pie esperando en los semáforos. Me planteo durante un ciclo de hombre rojo si darme la vuelta y correr hacia tí. Total, son sólo 3,22 kilómetros (en decibelios, si no lo midiera así sufriría mucho más cada paso que te alejas). Correr, correr y correr aún un poquito más, que ya todo llega.
Tengo ganas de llegar y ver que de tí no queda más que el olor que dejas sobre todo lo que tocas, esa sensación de felicidad llena de martirio y la cálida hospitalidad que hay entre los jarrones de vidrio que se venden en las esquinas de los supermercados que frecuentas.
Gritar no es hoy solución para saber dónde acabarán nuestras vidas, en qué sillón o junto a qué persona… Pero quiero hacerlo rompiendo los tímpanos de cada partícula de aire que nos separa. O quemando los circuitos de cada router por el que nunca llegarán estas palabras a tu pantalla, porque ya no sé si aún estás ahí o ya te has marchado… Para siempre. Quizás ya se evaporó la ocasión de oir cómo late tu corazón pegado a tu pecho, sobre tí, en silencio. Si aún sigues ahí dame una señal.