Es lo que tengo, que no creo en Dios
No es muy tarde, miércoles-jueves, 2 de la mañana, llegas a casa con una cantidad parentalmente criticable (de esas que tus padres te dicen que “tas pasao”) de alcohol, y con ganas de decir lo que llevas callándote meses y meses… Pero no hay nadie que escuche, las paredes de tu habitación, tan llenas de los posters que veneras, te niegan una respuesta; y si acaso serán los vecinos los que repelan tu ansia de gritar con un “que son las dos”. Frustrante cuanto menos.
Qué triste encontrar tu messenger lleno de gente pero vacío de alguien a quien querer decir, en tu instante de embriagadez, todo lo que sientes… No es que no quiera decirlo, es que ni borracho me siento a gusto diciéndoselo a los que están ahora (muchos de ellos con estúpidos alias). Lástima que no estuvieras ahí en este preciso momento, ¿verdad? Me alegra seguir siendo un misterio, si es que alguna vez comencé a serlo.
Mil novecientos ochenta y tantos, nací yo y crecieron aquellos con cresta que ahora tienen hijos que estudian en colegios privados y viven en chalets a las afueras de la ciudad que les dió de mamar… ¿Qué me espera a mí? Espero que lo que sea mejor de lo que esperaron mis padres para mí (o lo más mejor, como dirían algunos gafapasta).
Tendré que conformarme con ponerle las tildes a las eŕŕes y gritárle mis sueños codificados a este blog y sin codificar a las paredes mudas del barrio que me rodea desde que nací. Ojalá tuviera un dios para abrirle mi corazón.
Y hoy voy a probar a dormirme antes de las 2.30 escuchando el último disco de Marlango, a ver si no tengo pesadillas, que sólo por eso valdría la pena tirar a la basura algunas horas de mi vida.